Cuento Infantil: El mono que queria leer


En un país donde la vegetación exuberante crecía a poca distancia de los rascacielos de la ciudad había una selva con árboles frondosos, ríos abundantes y pájaros de colores diversos. Ahí vivía una bulliciosa tribu de monos.

Antón era un mono grande y un poco gordo al que trataban como si fuera el jefe. Aunque le gustaba holgazanear, una vez que lograba vencer la pereza no le costaba tomar decisiones. Algunas veces, en un periquete, encontraba soluciones a los problemas de la comunidad monil. Bueno, en un periquete... cuando los problemas no eran muy difíciles.

A Antón le gustaba tenderse en la hierba y sentir sobre su cuerpo los rayos tibios del sol. Y estirarse, estirarse mucho. Se pasaba mucho tiempo mirando las copas de los árboles y haciendo guiños con los ojos porque el sol le impedía abrirlos de par en par.

El terror de Antón era el pequeño Federico, un mono delgadito e inquieto que siempre acababa saliéndose con la suya. Federico había aprendido a leer y tanto le gustaban los libros que releía una y otra vez los que tenía en su casa.

Antón estaba esperanzado porque pensaba que la afición de Federico sería su aliada. En otras palabras, que gracias a la pasión de Federico por la lectura, él se vería libre de los requerimientos del infatigable benjamín.

Antón cuando pensaba en Federico lo llamaba así: Benjamín, porque lo quería como a un hijo y contemplaba sus trastadas como las de un hijo pequeño. Esto nunca se lo había dicho a Federico: era su secreto. Pero... su gozo pronto estaría en un pozo.

Federico tenía una amiga un poco mayor que él. No mucho, aunque ella no dejaba de hacerle notar la diferencia de edad. Le gustaba exhibir sus conocimientos y experiencia. Como era alegre y generosa, podía perdonársele que fuese algo presumida. Se llamaba Sira.

A su edad conocía bastante bien la ciudad porque había estado allí acompañando a sus padres, que eran músicos y tocaban en una orquesta. Durante el curso escolar actuaban en el teatro de la selva, pero en el verano iban de gira por teatros de la ciudad.

El caso es que Sira, en su último viaje, cuando sus padres estaban ensayando, se dirigió a la biblioteca de la ciudad. Ricarda, la señorita que atendía, era muy amable. Enseguida ayudó a Sira a llevar los libros que había elegido a la mesa de lectura.

Sira, con intención de darle pelusa a Federico, se jactó de la cantidad de aventuras que vivió con aquellos libros. Y fue tan verosímil, es decir, creíble (bueno... lo que decía sonaba a verdad porque de verdad se lo había pasado requetebién) que logró provocar algo que no había imaginado. Algo que producía escalofríos
a Antón... ¡Federico estaba ideando un plan!. En verdad no tardó mucho en redondear su idea: levantar una biblioteca en la selva. Y para eso necesitaba la ayuda de Antón.

Antón estaba disfrutando de la siesta cuando se le acercaron Sira y Federico. Lo llamaron primero muy bajito y luego a voces, pero no lograron despertarlo. Federico le tiró de la cola y en el sueño de Antón empezó a dibujarse un diablillo. Federico vio una pluma de un pájaro, la cogió y empezó a hacerle cosquillas en los pies. Lo único que consiguió es que Antón cambiara de postura y que en su sueño empezara a perfilarse un rostro conocido.

Entonces, después de pedirle a Sira que buscara la trompeta de su padre y unos platillos que tenía en casa, se puso a tocar con muchísima fuerza sobre la oreja izquierda de Antón y le pidió a Sira que hiciera lo mismo sobre la otra oreja de Antón... Sucedió lo que tenía que suceder: en el sueño la cara del diablo era... ¡la cara de Federico!. Y, a continuación, Antón se despertó dando un alarido.

Federico, como siempre, se salió con la suya. Antes contamos el secreto de Antón, pero nos callamos el de Federico. Ya es tiempo de darlo a conocer. Su éxito tenía que ver con la constancia: Federico no paraba hasta conseguir lo que se proponía. Esta conducta tenía su origen en una conversación que había oído a sus padres. Uno de ellos, no recordaba bien cual, había dicho que el agua horada la piedra. Cuando les preguntó por el significado de esa frase, ellos le explicaron que, por muy pequeña que sea una gota de agua, si cae sobre una piedra de forma continua, termina haciendo un agujero en la piedra.
—¿Aún la más dura, durísima piedra? —preguntó Federico.
—Sí —respondieron al unísono sus padres.
Federico imaginó una gota diminuta acercándose a una piedra que tenía cara de perdonavidas.

Aquella frase impresionó tan positivamente a Federico que la convirtió en su máxima. A Federico le iba muy bien siguiendo esa norma de conducta, pero al que no le iba tan bien era a Antón. El asunto de biblioteca le traía de cabeza. Tenía que reunir a la tribu y eso no era nada fácil.

Primero escribió una carta brevísima a modo de telegrama. En ella convocaba a los monos urgentemente para un viernes por la tarde. Había escrito que se trataba de «un asunto de vital importancia para la comunidad». Con eso quería decir que era algo muy, muy importante para todos, aunque la verdad es que en lo que primero pensó fue en que era importantísimo para él. Federico estaba agotando su paciencia con su cantilena y sobre todo, aunque no quería confesárselo, se había entusiasmado un montón con la idea. Así que había que poner a todos ¡manos a la obra!.

En las casas de los monos la disciplina y el orden brillaban por su ausencia. Los más pequeños acostumbraban hacer bolas de papel con las cartas que llegaban y se las arrojaban unos a otros. Y los mayores... Los había muy despistados, como don Eustaquio, al que le gustaba mucho cocinar. Cuando le trajeron la carta estaba siguiendo las indicaciones de una receta que aparecía en su libro de cocina predilecto, el titulado Las mejores comidas para su hogar, del archiconocido Luis Rivera de las Altas Palmeras.

Hay que decir que la última parte de su apellido, «de las Altas Palmeras» en verdad era un apodo que desde muy antiguo le habían puesto a don Luis por su afición a las palmeras más altas. Tanto le atraían que mandó construír su segunda vivienda en la más alta que encontró. Y tanto le gustaba vivir en lo alto de la palmera que acabó pasando la mayor parte del tiempo allí.

De tal modo que en el buzón de su primera vivienda la carta de Antón hacía compañía a otras muchas y a folletos publicitarios que rebasaban el buzón por los cuatro costados.

Volviendo a don Eustaquio, lo que le ocurrió fue que, mientras maravillado iba poniendo los ingredientes de lo que, según él, sería un manjar, echó la carta en la olla como si nada y revolvió todo con una gran cuchara de madera.

A doña Melania le sucedió algo parecido. A Melania le hubiera gustado ser soprano, pero tuvo que conformarse con cantar Carmen —una ópera de un tal Bizet— en su casa. Melania estaba poniendo la ropa en la lavadora, embelesada con su propio canto, cuando cogió la carta junto con unos calcetines, un delantal, unas toallas y lo puso todo a lavar.

Y así podríamos seguir contando historias acerca de la desafortunada suerte de las cartas enviadas. Historias semejantes. En fin, que pasaba el tiempo y Antón no recibía respuesta.

Antón no se desesperó. Pensó que la revista local sería un buen medio de información. Pero ocurrió algo parecido. Por ejemplo, a Jacinto, que le gustaba escribir como a su tatarabuelo, con pluma y tinta, se le volcó el tintero en la página donde aparecía el texto de Antón.

Y Belinda, la profesora, justo el día en que recibió la revista se le acabaron las cerillas. Tenía que poner una pizza en el horno de una cocina de gas. No compró cerillas porque a esa hora las tiendas estaban cerradas. Lo que hizo fue arrancar una página de la revista, precisamente aquella en la que aparecía la carta de Antón, la enrolló, encendió la punta con un mechero y la acercó al hornillo del horno. Enseguida se hizo el fuego, y al rato la pizza, que, por cierto, quedó muy rica.

Por fin a Antón se le ocurrió una idea brillante. Llamó al padre de Sira y le pidió que el viernes por la tarde tocara con la orquesta la marcha de los monos. Una marcha que gustaba a todos y que tocaban cuando ocurría algo de interés local.

Tocarían en el lugar donde habitualmente se reunían para charlar y reír despreocupadamente. Un lugar con historia. Vale la pena recordarla. Los monos estaban acostumbrados a que la naturaleza les ofreciera sus riquezas generosamente, pero habían pensado que el lugar de las risas —así empezaron a llamar al lugar de esparcimiento— había que crearlo.

Cortaron la hierba que crecía en abundancia y le dieron formas muy originales. El lugar de las risas pasó a llamarse el jardín de las risas. Cogieron ramas delgadas y lisas, las unieron y recubrieron con plantas y flores: a eso que crearon se les llama pérgolas.

Y con madera, metal y plantas trepadoras construyeron lo que se conoce con el nombre de cenador. Pintaron a todos los cenadores de verde y blanco. En el centro del jardín levantaron un quiosco formado por una bóveda sostenida con columnas: era el templete. Ahí tocaban no sólo los músicos de la orquesta local; algunos días festivos y algún domingo, también tocaban músicos de fuera.

Llegó el viernes, y la orquesta empezó a tocar la marcha.

¿La estáis oyendo?. A veces se puede escuchar con los oídos de la imaginación. No estaría mal que alguien que sepa tocar un instrumento os la toque. Y, si no es posible, os la imagináis. La imaginación es poderosa Dentro de cada uno suena de un modo diferente. A veces hay coincidencias y lo que uno imaginó se ajusta a lo que imaginó otro. A veces, dentro de uno mismo, en distintos momentos suena diferente, según estemos alegres, tristes o enfadados.

Los monos, como hipnotizados, salían de los lugares en donde se encontraban o cambiaban el rumbo de su camino. Todos se dirigían al jardín. Cuando ya se había congregado una multitud en torno al templete, hizo su aparición Antón. Agradeció a la orquesta su participación y comenzó a hablarles del «asunto de vital importancia»: la construcción de la biblioteca.

Antón subía y bajaba la voz, empleaba comparaciones e imágenes. Hacía uso de todos los recursos que conocía para convencer a los monos de que había que edificar la biblioteca. Necesitaba la colaboración de todos. El ya había solicitado ayuda, y el gobierno de la ciudad prometió donarle libros y materiales, pero la construcción de la biblioteca la tenían que pagar ellos.
—La tenemos que pagar nosotros —dijo Antón—, porque somos los beneficiarios de la biblioteca.
La pequeña Marina no entendió. Cuando empezó a preguntarle a su madre: «¿Benefi...?», la mamá le dio un beso y le aclaró:
—Que nosotros nos aprovecharemos de la biblioteca, que la disfrutaremos y nos gustará mucho.
Marina se imaginó una gran tarta que tenía escrita en nata y chocolate la palabra biblioteca.

Antón logró convencerlos. En lo que no se ponían de acuerdo era en las características del edificio. Ellos, que generalmente eran pacíficos, comenzaron a discutir. Acabaron tirándose de la cola, poniéndose zancadillas y haciéndose mil y una monerías, que no tenían nada de monadas y mucho de perrerías.

Antón puso orden en aquel galimatías. Aprovechó la visita de Jorge, un arquitecto de la ciudad muy sabio y muy paciente, para arreglar aquel barullo. Jorge les dibujó una biblioteca que contentó a todos.
Pero Sira le dijo a Federico que aquel dibujo le recordaba a un invernadero que había visto en una enciclopedia. Como se dio cuenta de que Federico no se enteraba, le explicó que un invernadero es un lugar en el que se crea un clima adecuado para proteger a las plantas del frío. Federico le respondió:
—Pues me parece muy bien que los libros no pasen frío. Y dio por zanjado el asunto.

Los monos habían resuelto trabajar en la construcción de la biblioteca los fines de semana, que era cuando tenían tiempo libre. Trabajaban con alegría. Si alguien remoloneaba o se quedaba dormido, allí estaba Federico para recordarles su deber.

Pero un día de muchísimo calor, cuando gruesas gotas de sudor se veía en las caras y cuellos de los monos, uno de ellos dijo:
—A esta hora yo podría estar en la piscina de casa.
—Y yo tendido en el sofá —dijo otro.
Y continuaron los comentarios.

Cuando cundía el desánimo y los monos empezaban a tirarse en la hierba, Federico pidió ayuda al padre de Sira, que llegó con su orquesta y empezaron a tocar la marcha de los monos. Todos recobraron las fuerzas y continuaron el trabajo al son de la música. Cuando la orquesta dejó de tocar, ellos seguían tarareando la marcha.

Federico le dijo a Sira:
—Me gusta la música.
Ella comentó:
—Es natural, llamándote como te llamas.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Federico.
—Te lo contaré otro día —le contestó con cara de sabihondilla.

Y se marchó sigilosamente.

Federico estaba muerto de curiosidad. «¿Cuándo será otro día?», se preguntó. Pero su inquietud pronto se borró porque la biblioteca volvió a ocupar toda su atención. Ya tendría ocasión de descubrir el secreto que guardaba Sira.

Y por fin llegó el día en el que se acabó de construir la biblioteca. En aquella hora, el sol era una bola de fuego que rodaba por la selva. El sueño de la biblioteca, que de ser el sueño de Federico había pasado a convertirse en el sueño de todos, se hizo realidad. La visión de la biblioteca, unida al espectáculo del atardecer, hechizó a los monos. Todos permanecieron en silencio.

Federico sintió algo muy fuerte que no supo explicarse. Pasado un tiempo —nadie sabe cuanto duró—, los monos gritaron un hurra que les salió de lo más profundo del corazón. Los gritos de júbilo, abrazos y enhorabuenas duraron hasta que cayó la noche. Entonces la mamá de Federico lo cogió suavemente de la mano y le dijo que era hora de volver a casa.

Papá había cocinado su especialidad: ¡tarta de plátano! Y mamá había preparado zumo de coco y arroz con leche. Federico, sentado a la mesa, saboreaba su comida predilecta y los recuerdos, porque los recuerdos, si te fijas un poco, tienen olor, sabor y sonido. Federico relacionaba los recuerdos de aquel día con la mezcla de aromas que despide la naturaleza poco antes de anochecer. Tenían el sabor del plátano, el coco y la piña. El sonido era... ¡la marcha de los monos!

Llegó la hora de irse a la cama. Federico se arrebujó entre las sábanas azules y pidió lo que pedía todas las noches:
—Mamá cuéntame un cuento. Y, como todas las noches, su madre comenzó:
—Había una vez...
Los párpados de Federico se cerraban lentamente.
En su boca había dibujada una sonrisa.
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