Menudo revuelo se armó en el Cielo cuando apareció Tatiana. Nadie se lo esperaba, porque aún era muy joven y además era la mamá de dos niños pequeños, así que San Pedro la miró muy severamente, diciendo:
- ¿Pero qué haces aquí? Seguro que todavía no te toca...
Sin embargo, al comprobar su libro, San Pedro no se lo podía creer. Era verdad, había hecho todas aquellas cosas que permitían la entrada al Cielo, incluyendo dar todo lo que necesitaban sus hijos, ¡y en tan poco tiempo!. Al ver su extrañeza, Tatiana dijo sonriente.
- Siempre fui muy rápida en todo. Desde que Renato y Andrea eran bebés les di cuanto tenía, y lo guardé en un tesoro al que sólo pudiera acceder ellos.
Todos sabían a qué se refería Tatiana. Las mamás van llenando de amor y virtudes el corazón de sus hijos, y sólo pueden ir al Cielo cuando está completamente lleno. Aquello era un notición, porque no era nada normal conocer niños que tuvieran el corazón lleno tan pronto, y todos quisieron verlo.
Ver los corazones de los niños es el espectáculo favorito de los ángeles. Por la noche, cuando los niños duermen, sus corazones brillan intensamente con un brillo de color púrpura que sólo los ángeles pueden ver, y se sientan alrededor susurrando bellas canciones.
Esa noche esperaron en la habitación de Adrián y Andrea miles de ángeles. Ninguno de ellos había dejado de estar triste por la marcha de su madre, pero no tardaron en dormirse. Cuando lo hicieron, su corazón comenzó a iluminarse como siempre lo hacen, poco a poco, brillando cada vez más, hasta alcanzar unos brillos y juegos de luces de belleza insuperable.
Sin duda Tatiana había dejado su corazón tan rebosante de amor y virtudes, que podrían compartirlo con otros mil niños, y los ángeles agradecieron el espectáculo con sus mejores cánticos, y la promesa de volver cada noche. Al despertar, ni Adrián ni Andrea vieron nada extraño, pero se sintieron con fuerzas para comenzar el día animados, dispuestos a llegar a ser los niños que su madre habría querido.
Así, sin dejar de echar de menos a su mamá, Adrián y Andrea crecieron como unos niños magníficos y singulares, excelentemente bondadosos, que tomaban ánimos cada día del corazón tan rebosante de amor y virtudes que les había dejado su madre, y de la compañía de los miles de ángeles que cada noche acudían a verlo brillar.